
Cuando se ha trabajado duro en una tarea, ya sea un proyecto en el trabajo, en el hogar o en la parroquia, es normal mirar hacia atrás y preguntarse si valió la pena.
Los padres de familia, después de que sus hijos han crecido, miran hacia atrás y juzgan cuánto éxito han tenido en su tarea de padres.
Los ancianos a menudo consideran qué frutos han dado sus vidas, ya que se dan cuenta que lo que les queda de camino es menos que el que han recorrido.
Nuestras lecturas de este domingo (Isaías 55, 10-11; Salmo 64; Romanos 8, 18-23; Mateo 13, 1-23) nos hablan de frutos. Isaías compara la palabra del Señor a las aguas de lluvia y escribe: “la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.
La palabra de Dios no puede ser infructuosa. Esta verdad nos da la confianza de que nuestros esfuerzos, alimentados por la palabra de Dios, no pueden ser infructuosas.
El salmista expresa una idea similar, después de describir la obra que el Señor ha hecho en sus campos: “Los prados se visten de rebaños, de trigales los valles se engalanan. Todo aclama al Señor”.
Esta alegría, según la carta de San Pablo a los romanos, no es sólo de toda la humanidad, sino de toda la creación: “Sabemos, en efecto, que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; y no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo”.
La confianza de que todo lo que hacemos por y con Cristo, animados por su Espíritu, dará frutos, es lo que nos permite trabajar con valentía en el mundo.
Este pasaje de romanos comienza: “Considero que los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros”.
Los cristianos católicos no buscan el sufrimiento. No somos masoquistas. Pero somos realistas al ver el mundo, y podemos ver la verdad y responder a ella sin temor. Como escribió el Papa Francisco en su carta del pasado 5 de julio constituyendo la nueva Comisión de los Nuevos Mártires — Testigos de la Fe.
“Los mártires de hecho han acompañado en toda época la vida de la Iglesia y han florecido como ‘frutos maduros y excelentes de la viña del Señor’ también hoy en día. Como he dicho en repetidas ocasiones, los mártires son más numerosos en nuestro tiempo que en los primeros siglos: son obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, que en los distintos países del mundo, con el don de sus vidas, han ofrecido la suprema prueba de la caridad (cf. Lumen Gentium 42)”.
El sufrimiento existe en cada una de nuestras vidas. Pero no se compara con el gozo que nos espera. El sufrimiento cristiano puede dar un fruto maravilloso.
Pasando ahora a la parábola del sembrador del Evangelio, nos podemos fijar que tal vez la esperanza más increíble de todas, a modo de analogía, es la de Dios mismo.
Conociendo demasiado bien nuestra debilidad, echa su semilla para que crezca. Jesús describe en la parábola distintas situaciones que pueden obstaculizar el crecimiento de la semilla, deteniéndolo antes de que comience, retrasando el crecimiento, o estrangulando al joven trigo.
Sin embargo, el sembrador sigue echando la semilla. Dios es el que confía en nosotros, que podemos dar fruto, porque sabe que es su trabajo lo que hacemos, y es su fruto el que debemos dar.
El verano es sin duda un buen momento para todos nosotros hacer una pausa y hacer un balance de nuestras vidas.
• ¿Podemos mirarnos honestamente y ver la realidad de nuestras vidas?
• ¿Podemos confiar en que, si el Señor ha hecho la siembra y el riego, entonces nuestra vida dará fruto, aunque a veces las señales no parecen tan claras a nosotros?
• ¿Podemos confiar en que Jesús seguirá regando y fertilizando la semilla del Reino de Dios que ha sembrado en nosotros y que nosotros (cada uno) y todos juntos en la Iglesia podemos dar fruto “unos, el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros, el treinta”?