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Este domingo estaremos oyendo en Misa del Sermón de la Montaña, con la afirmación de Jesús que estamos llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mateo 5, 13-16). Aunque el domingo pasado, al celebrarse la Fiesta de la Presentación del Señor, nos brincamos el comienzo del capítulo 5 de Mateo, las Bienaventuranzas, la fiesta que se celebró, al recordar que Jesús es la luz que llena de alegría y gozo el Templo del Señor, es una buena preparación para meditar sobre qué significa ser sal de la tierra y luz del mundo. En un mundo en el cual a veces podemos dudar si valen la pena nuestros esfuerzos por vivir la vida cristiana, es importante esta reflexión.
Cuando hay tanta preocupación con respecto a los efectos negativos para la salud de comer demasiada sal, nos puede costar trabajo darnos cuenta lo que significa ser sal de la tierra. No nos tenemos que preocupar de que la sal de la cual hablamos nos suba la presión. El valor de la sal de la cual habla Jesús es darle sabor a lo que no lo tiene y preservar lo que se desperdiciaría sin ella.
De muchas formas nuestro mundo ha perdido el sabor. Se busca el placer sin encontrar la verdadera felicidad; tenemos tantas cosas, pero nos falta con frecuencia lo más importante. Y el mundo de hoy necesita ser preservado: del pecado, de la muerte, del desprecio por la vida humana y la familia. Cuando Jesús nos pide a nosotros, en el siglo XXI, que seamos sal de la tierra, nos pide precisamente que podamos vivir nuestra fe cristiana de una forma tan clara que, aun si no somos un número grandísimo, si no formamos una mayoría en una comunidad u otra, seamos nosotros los que transformemos el mundo, para bien, por nuestra presencia y nuestra actividad. Lo que nos ha estado pidiendo el Papa Francisco, de ir como Iglesia hasta las periferias de la existencia, tiene mucho que ver con darle sabor al mundo de hoy.
Hay un dato más con respecto a la sal. Jesús insiste en el hecho de que la sal que se echa a perder no tiene manera de recuperar el sabor. Es importante mantener el sabor de la vida cristiana en nosotros, para que podamos afectar el mundo que nos rodea. Lo que dice Jesús no es para desesperarnos si hemos caído en el pecado, porque sabemos que precisamente en el Sacramento de la Reconciliación, Él hace lo que nos parece imposible, devolviéndonos el sabor de la vida en Cristo.
La oscuridad siempre ha sido símbolo de la presencia del pecado y de la muerte. Los niños, desde muy joven, le tienen miedo a la oscuridad, porque es en las tinieblas donde no se puede ver y si sienten que están en peligro de que algo les sorprenda de repente.
¡Cuánta oscuridad hay en nuestra sociedad! ¡Cuánta falta le hace que nosotros seamos portadores de la luz de Cristo, la luz que les permita a todos ver la verdad del pecado en el mundo y la verdad del amor que Dios nos tiene y el cual nos llama a vivir. La luz atrae a todos hacia ella. El Papa Francisco ha insistido mucho que los cristianos deben evangelizar sobre todo por el poder de la atracción. Podamos nosotros, que hemos recibido la luz de Cristo en nuestros corazones, ser portadoras de ella a todo el mundo.
Escuchemos esta invitación de Jesús, dirigida hace 2,000 años a sus primeros discípulos, como si fuera por la primera vez. Respondamos a ese llamado, a ser nosotros eso que nuestros hermanos tanto necesitan: luz del mundo y sal de la tierra.
Pasaje sugerido de la Palabra de Dios – Mateo 5, 16: “Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos”.
Seamos sal y luz para el mundo